Otoño: calma y transformación
El otoño es tiempo de calma. Los turistas se van, vuelven los silencios, las rutinas, las costumbres y las caminatas se hacen más lentas. Los huertos se vacían y empieza el intercambio de conservas, mermeladas y frutos secos. Y todo se empieza a llenar de calabazas, así que es tiempo de tomar calabaza asada y de hacer purés y cremas. También empezarán pronto los membrillos, con ese olor tan peculiar y característico.
Y en octubre los reyes indiscutibles son las setas. Por aquí hay deliciosos níscalos o robellones como aquí se les conoce, por su característico color anaranjado, como oxidado. Antiguamente al óxido se le llamaba "robín" y esa palabra derivó en "robellado", que es como se dice en mi pueblo oxidado. De ahí el nombre de robellones. Pero si no los has probado ¡no te los pierdas! Fritos con ajos laminados o al horno ¡un auténtico manjar! Carnosos y deliciosos.
En esta época se valora la transformación: lo que fue abundante en verano se convierte en reservas para el invierno. El aprendizaje aquí es que siempre estamos sembrando para después y lo que acumules hoy con paciencia será tu sustento mañana.
Por otro lado, es muy agradable "recuperar" el pueblo y la calma, volver a salir y ver de nuevo las caras familiares de los vecinos, ya de vuelta a nuestra "normalidad".
Los montes cambian de color y pasan de los verdes a los pardos y marrones y empiezan a olerse las primeras leñas quemadas en los hogares.
También aparecen algunas hormigas grandes y lentas que no salían meses atrás y las avispas empiezan a desaparecer, aunque los mosquitos parece que son más resistentes este año y todavía quedan algunos rezagados, que, junto con las pequeñas moscas de la fruta, se resisten a abandonar el barco.
Invierno: quietud sin plagas
El invierno es otra historia. Frío, chimeneas encendidas con su característico olor a leña que impregna todas las callejas y una paz distinta. Y, curiosamente, casi ningún bicho se atreve ya a salir. Nada de cucarachas (jamás las he visto una por aquí), ratas o plagas urbanas, no tenemos nada de eso. Aquí el invierno no es escasez, es descanso, como si la naturaleza también necesitara dormir para renacer después.
Esa pausa forzada nos recuerda algo que olvidamos fácilmente en la ciudad: no siempre hay que producir o rendir, a veces toca parar.
Cuando era pequeña siempre que veníamos en invierno yo volvía a casa con las mejillas coloradas y la cara "fresca", me encantaba vivir las estaciones así, con tanta claridad. Y, en ocasiones, nieva en el pueblo, aunque también se ve la nieve en lo alto de las montañas que nos rodean.
Las calabazas están por todas partes, se han ido recogiendo y se mantienen en lugares frescos porque duran casi toda la estación y nos aprovechamos de su sabor dulce. Así que las comemos asadas o en cualquier tipo de postre hasta que se acaban. Te sugiero los buñuelos de calabaza o los bizcochos con puré de calabaza asada ¡no sabes lo que te estás perdiendo!
Primavera: el despertar y las primeras visitas
La primavera es una explosión de vida. Los huertos se llenan de color, los almendros y cerezos florecen y los vecinos empezamos a intercambiar verduras recién recogidas.
Los primeros senderistas empiezan a acudir en busca de rutas interesantes que les lleven a cuevas, a trincheras o restos de batallas de la guerra civil española a pueblos abandonados o a otros espacios curiosos de vidas anteriores, como las neveras, unas construcciones de piedra circulares en la que se mantenía el hielo para ser usado durante el verano.
Pero... con las flores también llegan las primeras moscas y las abejas y esas avispas que parecen empeñadas en recordarnos que la naturaleza siempre tiene la última palabra. Aquí uno aprende a no pelear contra ellas, sino a convivir, aceptando que todo forma parte del ciclo, pero también a tener una paleta siempre a mano para poder matar a alguna que moleste demasiado.
También se puede salir a coger espárragos silvestres para hacer alguna tortilla o acompañamiento e incluso "colejas", unas pequeñas hiervas similares a los canónigos que se comían mucho antiguamente, también en tortilla y que ahora ya casi se han olvidado.
Las lenguas amarillas de polen aparecen en la tierra y en los adoquines de las calles, algo que a mi hija y a mí nos llena la nariz de mocos, pero por suerte es solo un mes y lo pasamos.
Verano: abundancia… e insectos
En verano el pueblo huele a romero y... se multiplica: pasamos de ser menos de 50 habitantes a más de 200. Las calles vuelven a tener ruido, las casas se llenan de vida y hay grupos de niños siempre correteando por algún lado. Aunque también surgen otros inconvenientes, por ejemplo disminuye notablemente la fuerza del agua que llega a los hogares y eso se nota sobre todo en las duchas, pero son cosas de la convivencia. A veces también dormir cuesta un poco más por la algarabía de las calles.
También los huertos rebosan: tomates, calabacines, melocotones, nísperos, prunas, ciruelas y pepinos, entre otras cosas ricas típicas de la estación.
Y, para mi desgracia, empieza la temporada de mosquitos a go-gó, día y noche y de hormigas trabajando por todas partes, que parecen no querer perderse el festín. Pero aunque puedan ser un fastidio, hay algo revelador: cuando hay abundancia, todos quieren un poco de ella. Una lección sencilla que aplica también a la vida: compartir multiplica, acumular solo trae peso.
Los veranos son intensos y también un poco pesados en ocasiones. Hay fiestas en el pueblo, coches moviéndose entre las callejas a todas horas y aparcados en cualquier sitio, música y mucha mucha gente.
Es momento de reencontrarse con esas personas a las que solo vemos una vez al año, de ponernos al día y de ver los cambios que el tiempo hace en unos y otros.
Porque vivir en un pueblo diminuto me ha enseñado que la vida no se controla: se acompasa. Cada estación trae su lección, incluso los bichos y la clave está en vivir con lo que toca en ese momento, aunque eso suponga pasar un mes entero usando pimientos de guarnición o merendando calabaza asada. Me recuerda mucho a la temporada de los turrones, porque hay miles y son muy dulces, con lo que los comemos en abundancia cuando corresponde, pero el resto del año desaparecen y eso les aporta un valor adicional ¿no crees? Imagina que pudiéramos tomar fresas todo el año ¿te gustarían tanto como ahora? Pues en los pueblos pasa eso con prácticamente todo, que cada época trae sus cosas típicas y después desaparecen hasta el año próximo.
En los pueblos no hay acceso a tantas cosas importadas como encontramos en las ciudades, por eso todo parece mucho más apetecible y valioso, porque casi todo es temporal y porque nos adaptamos al momento y lo disfrutamos cuando toca.
Y es que la naturaleza no negocia, pero sí enseña: paciencia, gratitud y adaptación. Y si aprendes a seguir su ritmo, descubres que lo sencillo puede ser mucho más pleno que lo perfecto.
¿Qué estación te enseña más en tu día a día? ¿Cuál es tu favorita? ¿Con qué detalles relacionas cada una? Déjame tu respuesta en comentarios, me encantará leerte.

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