¡Vaya tela! He tenido un bebé ¡HE TENIDO UN BEBÉ! Aun así, a pesar de repetirlo, me parece mentira, si no fuera por todo lo que he sufrido, llorado y vivido en estas últimas semanas. Eso sí que es real. Eso y que ahora solo doy medios abrazos, porque siempre tengo un brazo ocupado, claro.
¿Así es la maternidad? He llorado más que en toda mi vida junta y la mayor parte de las veces ni si quiera sabía por qué lo hacía, solo era un sentimiento fantasma y profundo que no podía detener, aunque si hay algo que destacar es la soledad, la sensación infinita de soledad, de no poder explicar, de no poder verbalizar y de no poder evitar o delegar todo ese dolor. La incomprensión exterior y ese apoyo que no estaba ahí también cuentan.
En el hospital, cada persona que entraba a verme era para hacerme daño, la vía, los tactos, las sondas, la epidural, la cesárea y todo eso no mejora tras dar a luz. De repente te enfrentas a una imagen frente al espejo que no reconoces; hinchada, envejecida, cansada y muy cambiada. Y esas expectativas de que todo se pasa en un abrir y cerrar de ojos... Nada más lejos de la realidad, por mucho que pestañees. Estás obligada a convivir con esa del espejo hasta que te acostumbres y dejes de parar a lamentarte mientras la contemplas.
Llegas a casa, con un bebé recién hecho y al que apenas conoces, con deseos locos de descansar, de dejar atrás todo ese dolor que arrastras, de volver a ser tú y de estar al 100 % para darle a tu hija todo lo que merece o necesita, pero ¡qué ilusa! Debes reponerte como buenamente puedas, luchar contra ti misma y atender a tu bebé y te guardas ese dolor, el cansancio y el sueño, te guardas esa sensación de soledad, porque si tú no lo ves, si no lo piensas, quizás deje de estar ahí. Eso sí, llorar es inevitable y lloras sola y acompañada, cuando alguien te pregunta y cuando no te ven, esperando que las lágrimas arrastren todo eso.
Y aparecen nuevos frentes que se suman a tu dolor, nuevas dudas ¿soy capaz de alimentarla? ¿Es mi leche suficiente para ella? ¿Hay algo que no estoy haciendo bien? ¿De qué me olvido? ¿Qué más está necesitando de mí? ¿Soy una buena madre, lo seré, puedo serlo? Pero aquí también estás a ciegas, sin un refuerzo externo que te sostenga y de nuevo haces por reponerte, de nuevo sola, de nuevo contra todo y mantienes esa alerta de madre, esa observación durante las 24 horas, día tras día, piel con piel. Y sientes que vives por y para ella, ya no hay nada ni nadie más en el mundo, solo ella y ella primero.
Cuando ves sangre en su boca notas un dolor inexplicable que te hace llorar con amargura, mucho mayor que cuando te das cuenta de que es tu pezón el que se ha roto y está sangrando. Y después el otro y el otro otra vez y solo quieres que se curen a toda costa y cuanto antes para poder alimentar a tu niña, pero no puedes hacer más que llorar y probar todas las alternativas que te ofrecen ¿una pomada, un poco de aceite, unos discos, ir con el pecho al aire día y noche? Lo que sea necesario.
¿Una infección de orina? Es posible, porque nadie me revisó, solo me quitaron la sonda y presionaron mi herida sujeta por 13 grapas hasta que me quejé. Una madre no necesita más.
Nos seguimos conociendo. Dos semanas después de nacer ya se ríe y es algo tan bonito y reconfortante...
Y pasan las semanas, empiezas a creerte de verdad que estás haciéndolo bien, que eres su madre y que eres lo primero y más importante para su bienestar y todo cambia. La niña crece y te das cuenta de que puedes, de que sí que puedes y de que estás absoluta y profundamente enamorada de ella, hasta el punto de no poder apartar la vista de su carita ni un solo segundo y también te das cuenta de que no estás sola, de que tienes una red fuerte que te sostiene, una red familiar tejida de amor incondicional. Y día tras día sigues ahí, pero qué bonita que es.
Quizás en otra vida, tiempo atrás, fui otra persona, pero ahora soy mamá.
Comentarios
Publicar un comentario
¿Te ha gustado? Dime cosas.