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Uno de cuatro, mi primera pérdida

El tema de la muerte nunca ha sido mi fuerte. Me cuesta mucho y no lo sé gestionar adecuadamente, pero no porque tenga miedo de morir, sino porque no lo he vivido de cerca. 

Perdí a mis bisabuelos siendo muy niña y los adultos siempre tratan de mantenerte al margen de esas cosas. Tampoco es que en ese momento tuviera relaciones especialmente estrechas con esos parientes; nos veíamos ocasionalmente, no había mucho más a parte de saludos y algunas palabras y, de alguna forma, yo como niña hacía mi vida en mi mundo. Así las pérdidas se vivían como algo muy relativo. 

Meses después buscas a esa persona en su silla, en su habitación o en su ubicación habitual y ya no hay nadie allí. No es un vacío inmediato, surge con el tiempo. Al menos así lo recuerdo yo de cuando perdí a mis bisabuelos. Ya no puedes volver a decirles nada nunca más y aparece eso de ¿quién sería yo para ellos? ¿Cómo me verían? ¿Me querrían? ¿Les haría ilusión tenerme cerca? ¿Hubo algo que dije que no debería haber comentado? ¿Dejé algo sin decir?

Quizás años después lamentas no haber sacado más partido de esa relación. Mi bisabuelo Manuel, por ejemplo, llevó una vida intensa y muy dura, con una guerra civil por el medio. Seguro que era un hombre fuerte y que también tuvo que reinventarse varias veces. Supongo que en sus últimos años, antes de enfermar, la vejez le agrió el carácter o esa pérdida de capacidades que a nadie le gusta admitir.

Seguro que tenía grandes historias que contar.

Ayer me dijeron que mi abuelo paterno estaba viviendo sus últimas horas. Era el padre de mi padre, seguro que un buen hombre. 

Cuando me avisaron tuve una reacción emocional; quería ir a verle y darle un abrazo, escuchar algo bonito como que me pedía perdón o me quería de verdad, que me había echado de menos o cualquier frase reconfortante. Habría sido genial algo así. Pero no, en el fondo no quería ir ni tampoco quería ir sola.

Mi ex marido, mi amigo, me dijo que nada iba a cambiar por ir a llorarle a los pies de su lecho de muerte. Me dijo que debía asumir que así eran las cosas para mí, que debía quererme un poco más a mí misma y simplemente dejarle ir. Él escogió cómo vivir su vida y escogió no actuar, no decir, no intentar y, sobre todo, no estar. 

Quizás una víctima de las circunstancias, pero sin duda eligió.

No puedo pasarme la vida esperando ser querida por quienes deberían hacerlo ¿por qué tendría que quererme ese hombre? ¿Por qué pudo haber tenido algún tipo de interés por despedirse de mí? Quizás no fue así, quizás no pensó en mí ninguna vez antes de morir, quizás solo se olvidó.

Mi amigo tiene razón, lo sé, no porque quiera sacar ahora un orgullo que no me aflora naturalmente y menos en momentos tan emocionales, sino porque ya está bien de maltratarme así a mí misma durante tantos años. Ya está bien de esperar, de mendigar o de pedir ¡y esto me lo digo a mí!

Mi abuelo murió ayer y lloro por haberlo perdido, pero yo no lo perdí ayer sino hace muchos años. No me siento más sola ahora de lo que lo estaba el mes pasado, solo que ahora sí que quiero llorar, por las oportunidades perdidas y por los rechazos vividos. Y voy a llorar ahora porque no quiero llorar más mañana ni la semana próxima. Lloro ahora porque no lo entiendo, porque yo no lo haría y porque siento rabia, tristeza y dolor. Me permito todo este llanto porque quiero dejarlo ir, para que ya no me duela más.

No he tenido una mala vida, es verdad que a pesar de los 40 sigo manteniendo heridas abiertas y recurriendo al autosabotaje cada vez que pienso en mi padre o su familia, en lo que podría haber sido y nunca fue. Pero muy a su pesar las cosas me han ido bien.

Yo escogí no visitar ayer a mi abuelo en sus últimas horas y escojo no ir hoy a su funeral.

Soy buena persona, lo sé y ahora escojo también respetarme a mí y no llorar más.

Mi abuelo se fue de mi vida hace muchos años porque él escogió no participar en ella y ni hoy ni ayer ni el mes pasado fueron diferentes para ambos.

Cierro este capítulo, uno de cuatro.

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